Pusimos en duda el aluminizaje; pero nos queda algún amigo

[Para los amigos que nos quedan]
EL BRETE

En ese nudo de caminos humanos, donde se entrecruzan la calle Magnasco y el paso a nivel de la Acuña. Bien al frente, de donde ahora esta enclavada la farmacia ponte, ese moderno santuario de procesión permanente contra la enfermedad y otros males de este mundo. Estaba, en un país cuatro décadas atrás: El Brete.
Era zona de frontera, ir y venir de destinos que nunca acababa, tal como ocurre hoy.
Era zona de ingreso de los peones a la ciudad. Aduana donde se regulaba la entrada de los pobres al centro, con sus bicis, sulquis, fords tes, pumitas, esas abuelitas nacionales y populares de los globalizados ciclomotores de hoy.
Esa pluralidad de estrategias del tránsito de los desangelados, era posible porque todavía no habían conquistado la alegría, aunque homogenizadora, de cargar sus humanidades en las motitos conseguidas en cómodas cuotas.
Antes como ahora, se trata de acercar al centro, sus vitalidades barriales.
El Brete estaba ahí cual fortín, en esa frontera de juntura, es decir, más que separar unía dos mundos distintos, al igual que hoy.
En esa geografía, hace muchas modas, un grupo de chicos hicimos una canchita, que digo una canchita, un maravilloso estadio en ese estratégico lugar.
Para los desprevenidos y los jóvenes, es necesario explicar qué tipo de artefacto llevaba el nombre de Brete. Una evolución desarrollista de embretar. Su función: hacer fácil el apeado de las vacas de los vagones del ferrocarril, que hasta ese entonces funcionaba y que luego bombardeó Menem, el segundo riojano más famoso en las tierras del río Tercero, después de Facundo Quiroga claro.
El Brete, nombre de reminiscencias traicioneras como advertí recién, pero que para nosotros significaba otra cosa, totalmente lo opuesto: significaba ¡Sueños Futboleros!, es decir, todo un trampolín de libertad onírica.
En aquellos finales de los 60, sólo la imaginación, la radio y las figuritas podían romper la terrible restricción, que resultaba para niños del interior pueblerino y distante, el codiciado “deporte de multitudes”, donde el fútbol, de la era paleopretelevisiva, todavía se resistía a ser sólo un vil negocio.
Ese monumento, hecho de alambrados y durmientes de duro quebracho, dispuestos en orden vaquero ferroviario, era el motivo de nuestros desvelos siesteriles y ese espacio consistía en dos corrales de cuarenta metros por treinta. Además contaba con una presencia, cuya entereza demostraba el éxito con que se luchaba contra el desgaste del tiempo: eran unos bebederos sarcófagicos prefabricados, importados de la tierra de los piratas y de John Lennon, estos otrora saciadores de la sed de las vaquitas, contaban aún con su correspondiente grifería, es decir dos brutas canillas con caños más gruesos que nuestras pantorrillas ocho añeras.
Ese espacio, un organismo de vida latente, ¿inonciente?, prestaría sus partes para ser manipulado arquitectónicamente por unos especialistas en chozas varias en que estábamos doctorados.
La personalidad del diseño del Brete, la terminaba un corredor en plano inclinado que servía para depositar las tiernas vaquitas al vagón, al "patas de fierro", que llevaría a esos seres de mirada tan tierna al último viaje hacia la adecuación de sus cuerpos a ricos y sabrosos asados.
Aprovechando esa geografía, como siempre ocurre, nunca hay nada totalmente nuevo lo viejo configura de alguna manera a lo que nace, construimos nuestra cancha de fútbol.
Los urbanistas de laboratorio dirían: un espacio de recreación típico del estado de bienestar argentino, conocido como potrero.
Para nosotros un Estadio.
Entonces, la barrita de sueños futboleros, resignificamos El Brete, con naturalidad de un comunismo primitivo.
Primero usurpándolo, ya que hacía mucho tiempo era inútil para su primigenio fin. También expropiamos su nombre, y con el poder más subversivo que se ha dado el hombre en su historia, el sentido de los nombres lo pusimos nosotros: los débiles, chiquilines sueltos de la clase obrera riotercerense. ¿Cómo es que logramos eso?, muy fácil, con la potencia de la fantasía. Desde ese entonces, para nosotros, y no éramos pocos, Brete no significaba encerrar, a nosotros esa palabra de solo cinco letras, nos remitía y nos remite aún, a la Libertad.
También usufructuamos las empalizadas de durmientes pintados a la cal, vieja moda pictórica pueblerina, esta se transformó en la pared que sostendría para nuestro pesar en la peor de las ocasiones, a la más bulliciosa de las hinchadas.
Pero ese pesar lo explicaré más adelante, me es necesario ahora, seguir describiendo para recuperar para nuestra memoria, la obra más majestuosa de construcción de un estadio de fútbol, en el país que para edificar otros más miserables, fue necesario desgarrar treinta mil sueños de justicia.
Sigo.
Transformamos el Brete en un “coqueto” campo de fútbol, como diría un buen periodista deportivo, estos eran otros héroes infantiles nuestros y de adulto es duro reconocer al gordo muños entre ellos.
Esa transfiguración fue culminada con la realización de dos arcos, con palos bastantes derechos y bien robustos de añosos eucaliptos, que eran y son la mejor madera que un niño podía conseguir para construir la mejor de las “vallas”, otro remanido término acuñado por nuestros ídolos relatores; lo que hoy algunos llaman portería, en aquellos años nos hubiera sonado feo. Los travesaños tenían la misma compostura y estaban bien sujetados con alambre, una bien gruesa, que se le robamos a mi viejo un especialista en ataduras, el llamaba “san martín” a ese elemento multipropósito, nominación que siempre me produjo los más curiosos interrogantes hasta bien grande, ¿qué tenía que ver “El Santo de la Espada” con esa panacea técnica de mi padre?
La cancha, como queda descripto, tenia los dos arcos respectivos y ya con ese detalle para nada menor, aunque quizás fútil a los ojos actuales, nuestra gigante construcción pegaba de esa manera un salto cualitativo en el status potreril ya que nos erigíamos por sobre una multitud de potreros barriales, a los que ahora mirábamos sobrándolos.
Muchas de estas canchas, sólo eran un descampado con arcos hechos con la ropa auto despojada de los jugadores o con cascotes u otros elementos disponibles, como neumáticos ultra gastados, que pervivían obstinados por su utilidad, hasta que morían ensartados en algún poste telefónico.
Los arcos de esas canchas eran de naturaleza imaginaria, pero es justo reconocer, no era óbice para cobijar el juego mas lujoso, es más, muchas veces así, ganaba dimensiones increíbles, sin parangón, porque a pesar de que la intersección del travesaño con el palo era imaginaria, no eran pocos los goles logrados en el mismísimo ángulo, deshaciendo inclusive hasta la tela, que una araña inofensiva por su inmaterialidad, tejía mientras los pelotazos la dejaran.
¿Es posible, repensando los goles a los ángulos imaginarios concedidos inclusive por los que lo sufrían, que en nuestros potreros, alejados aun de las patriarcales escuelitas de fútbol, no supiéramos lo que era la trampa?
Otra de las canchas que estaban debajo de la nuestra en el status potreril, era las que solo habían logrado erigir un solo arco, a veces eran excelentes pero por diferentes limitaciones no habían podido armar el par, y había que arreglárselas, se jugaba al mete gol, o inclusive a partidos con dos equipos, pero un arco era imaginario y entonces era relevante, el cambio de cancha para emparejar las ventajas, inclusive, se podía jugar con uno de los arcos con dimensiones reducidísimas, tan pequeños que nos permitía no malgastar un jugador, ya que de arquero a muy pocos esforzados les gustaba jugar.
Otras veces, el número de "los players” no daban, y las causas de las ausencias, no era por enfermedad o porque algún divertimento electrónico cibernético hiciera sombra al único motivo de nuestros desvelos, sino que las causas de los faltazos eran alguna variación de “no tener permiso”: ya sea porque éramos un desastre en la escuela; o porque nos habíamos escapado a hurtadillas el día anterior; o porque habíamos roto el único par de zapatillas que teníamos para ir al cole jugando a la pelota, las recordadas flecha, un franquestein del marqueting moderno; otro motivo podía haber sido, no haber hecho algún mandado, es que los únicos cadetes de ese entonces éramos los hijos.
Casi ningún pibe estaba obligado a deslomarse y arriesgar la vida en las motitos por dos monedas el viaje.
Otro frecuente castigo paternal era motivado por habernos escapado a jugar en plena hora de la siesta, cosa muy prohibida por aquellos años donde el tiempo de las personas era un objeto más democrático que en estos días.
Como expliqué, había muchos otros "Estadios" con un nivel inferior a nuestro querido Brete. Solo superaban al nuestro las pocas canchas que tenían los arcos de caño, recuerdo la de la vieja Escuela 196, hoy llamada Gregoria Ignacia Pérez o la canchita que había en la policía, si… donde hoy están los presos, antes se podía correr atrás del cuero, putear, pelearse, sin miedo de caer en cana. Si antes impunemente escribí que los cambios cobijan a lo muerto, a lo reemplazado, en este caso, ¿cómo se manifestará eso?
¿Esta crónica, podrá acercarnos a la cosmovisión de aquellos chiquilines, que en ese entonces la sosteníamos exclusivamente con la imaginación? Atención, no soy un tanguero tuerto, en la calle de nuestros barrios, la fantasía es el principal utensillo que todavía hoy esgrimen nuestros chicos para pelearle a la pobreza.
No se va a poder entender nada de lo que caóticamente y a borbotones recupero, si no manejan esa clave, esa llave maestra a la infancia, esto es, la inmaterialidad de la riqueza.
Volvamos con esos chicos.
Sin casi televisión, la conexión con el mundo exterior, era la radio con sus transmisiones domingueras de fútbol. Sintonizábamos con ansia y sin percatarnos que se trataba solo de un alboroto a voz de cuello y lugares comunes hasta el cansancio. Pero, los anacronismos son una trampa, entonces hay que decirlo, las dramatizaciones del radioteatro del balompié echadas al “éter”, eran un gran momento de explosión imaginativa para todos.
Cada jugada. Cada gol. Escuchar a las hinchadas, los relatores llamaban ambiente al cántico de la barra, ya que le daban color imprescindible de presencia a las puestas en escenas.
Es decir, lo inmaterial, lo simbólico, era el elemento más importante de ese universo. Manifesté antes que esto también actuaba en el potrero, con esa ayuda, se podía convertir, como en nuestro caso, ese residuo ferroviario que era El Brete, en toda una Bombonera.
Los mundos se fundían en las jugadas, estas eran previamente imaginadas y referenciadas constantemente en las transmisiones radiales, los mejores tiros libres de Alonso, la mejor gambeta de Rojitas, el mejor pase de Bochini, el gol de Curioni.
¡Imaginábamos al mismísimo referí!
Todo tan fuerte y compartido. Imaginación colectiva, como Malvinas, como la democracia del 83, como el caso del ángulo imaginario en que casi todos coincidíamos, aunque… siempre había un loquito, pero en ese entonces cuando aparecía, no le dábamos bola.
Pero una vez tenía que pasar, nos sacaron el banquito sin avisarnos, como decía Ringo, y ya sin andamios tuvimos que dejar un poco el niño inocente, a los recuerdos maternales.
Un terrible porrazo nos hizo más realistas, fue un doloroso cachetazo de la vida, en ese entonces se decía que “a los golpes se hacen los hombres”, a los golpes perdimos nuestro candor. La derrota fue nuestra maestra, porque perdimos nuestro primer gran partido, el Clásico.
El clásico significaba para nosotros una sola cosa, el partido de fútbol excluyente, diferente al resto. Ni se nos ocurría siquiera pensar todavía en cosos como Marx, en los Sofistas, en el Martín Fierro, en Sófocles, en Monteagudo, en Luis Franco, en Miguel Hernández, en César Vallejos y tantos otros ejemplares modelos nuestros a que transmutaríamos el mote de clásicos muy posteriormente.
El partido en cuestión fue contra un cuadrito de barrio Sarmiento, acordamos hacer un partido con ellos, ya que como en todos los potreros, más allá de algún liderato efímero, el funcionamiento era absolutamente democrático. Todos opinaban y eran escuchados, el todos era el todo, la violencia que a veces se yergue sobe la opinión de los más débiles, en ese entonces, no era tan común como parecen reproducir los medios actualmente.
Decía que democráticamente discutíamos el “fixture”, el programa de partidos.
En esa ocasión, de todas las invitaciones, “desafíos” para nosotros, aceptamos el reto del muy arrabalero, en aquella época donde los remiseros todavía laburaban en la Fábrica Militar, bario Sarmiento.
Recuerdo con gran intensidad, del grupo de seis que nos visitaron, a uno en especial: Vitrola, si… Vitrola era su sobrenombre.
Tengo que aceptar que nos sonó a todos enigmático, pocos por no decir ninguno de nosotros sabía que existía un implemento de reproducción musical que se llamaba así, después entendimos que era por la "geta", si me permiten el exabrupto, que tenía nuestro contrincante más exitoso.
El recuerdo de aquel clásico, tiene como adelanté, un final trágico que contradice el tono del edulcorado relato que mantengo hasta aquí.
Vayamos a lo que importa.
Cómo se definió aquel juego.
Lo recuerdo con claridad, fue una primereada, estrategia fatal en el potrero y en la vida, asociación obvia para aquella época, pero quizás, filosofía inescrutable hoy en día, ahora que el potrero feneció.
Ese primer golpe, a la postre definitivo, fue que nos madrugaron con un gol reestupido. Nos paralizamos por completo en la jugada previa culpa de algo inconfesable ahora para un piola argentino, pero, en la piel de esa ocasión nos estremeció hasta los más profundo.
Repasarlo aun hoy me duele, y si tuviera valor de mirar a los ojos a mis antiguos amiguitos y preguntarle sobre esto, seguro que me dirían lo mismo.
Vitrola era delantero. Le acercan la bocha, por lo menos a dos metros afuera de las dieciocho, si bien las áreas del Brete eran mucho más chica que las de las canchas grandes, el arco, también lo era.
Darío por ese entonces atajaba de mil maravillas, usaba sus manos de manera increíble, imposible que nos hiciera el Vitrola ese un gol desde ahí, más si tenemos en cuenta la defensa férrea que integraba el Pepa y el Chelo, protección ejercida sin el arbitrio de la maña artera de la patada tramposa.
Pero lo desequilibrante no fue algo esperable, y como no podía ser de otra manera en ese mundo, el desnivel partió desde dentro la cabeza de Vitrola, y nos doblegó, sobre todo, dentro de nuestra cabeza.
Es justo reconocer la pelota entro sin asco y de fuerte que iba llegó hasta la calle, límpida, traspuso la valla.
¿Qué fue lo que destruyó nuestro invicto, nuestra imbatible defensa, nuestro chiquilín candor y llenó de ignominia al majestuoso estadio nuestro?..
Fue una ovación ensordecedora que inundó al estadio todo, el ¡HOOOOOOOOOOO!!!!! que grita la hinchada antes de la definición de un seguro gol.
Apareció de improviso cuando la número 5 tocó la pierna izquierda de Vitrola, la hinchada visitante puso el aliento que torció el equilibrio en el juego, pero más nos sorprendió porque eso no había ocurrido con ningún otro jugador,… solo Vitrola tenía la hinchada a su favor, pero una hinchada que con su grito nos paralizó, y le dio confianza a él para que suteara.
A nosotros, inclusive a Darío, ese gran arquero, solo nos quedo el rol de simples observadores y escuchas.
Sin animarme a preguntarle nada a nadie, me llevó muchos tiempo, años, darme cuenta que semejante ovación la había producido el mismo Vitrola, desde sus entrañas, imitando las hinchadas que nos traían las viejas trasmisiones radiales.

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